Los perros de raza como agentes socializantes, la imposibilidad absoluta de estacionar en la puerta, la sombra de la rambla y la brusquedad del portero inquisidor. Si tuviera que esbozar una posible explicación, esas serían las primeras cosas que me vendrían a la cabeza. No me gusta. Me genera un mal humor previsible e inapelable, una suerte de repudio anticipado, una mezcla de bronca ahogada y resignación inmolante.
Cuando mi vieja se mudó a Pocitos, pensé que al fin iba a tener que cortar el cordón umbilical por geografía. Después terminé yendo igual, como siempre, todos los martes. No sé muy bien por qué tengo esa aversión, pero mi fobia hacia Pocitos es casi equivalente a mi odio hacia los intelectuales franceses; es sin razón suficiente y es definitivo. Al menos, los franceses me resultan atractivos en su verborrágico regodeo. Los franceses son como putas, Pocitos es como la novia frígida de la adolescencia. Mi terapeuta dice que toda esa bronca, todo ese malestar, toda esa incomodidad, se debe a que mi vieja que dio poca teta y yo no sé muy bien que es lo que más me molesta, si mi fundada sospecha de que mi vieja no me dio teta por miedo a que se le cayeran o si mi más o menos infundada sospecha de que mi psicóloga no sabe que más inventar para retenerme en el consultorio. Supongo que a la hora de pagar un alquiler desmesurado, todo suma porque mi psicóloga –obviamente– también atiende en Pocitos.
Ese día estaba distraído. No me puedo acordar por qué. Tal vez el olor a cera –que percibí ya desde el paullier– me transportó a la época en que estaba autorizado a permanecer en el recinto de la belleza mientras ella laburaba. El murmullo de la conversación era entonces un ruido de fondo intrínseco al juego, un zumbido tranquilizante, un permiso para la ilusión. Nunca entendí por que las mujeres tienen que hablar mientras se depilan o se cortan el pelo y, seguramente, en eso estaba pensando cuando abrí la puerta. El grito de la grodita me sacó de mis elucubraciones sin miramientos; por suerte no llegué verla del todo, pero estaba en bolas de la cintura para bajo. Salí de apuro y cerré la puerta con sumo decoro pero la gordita siguió gritando, con menos terror y más reclamo.
Allá a lo lejos apareció mi madre, corriendo por el pasillo. Me dedicó una mirada fulminante y entró disculpándose. Tras las paredes de mentira de Pocitos, los alcahueteos se escucharon durante todo el resto del procedimiento. Yo me dediqué a algo más productivo: vacié la bolsa del Macro en el lavarropas, metí jabón y prendí la máquina. Después, me puse a jugar con la gata. La pobre engordó cuando la castraron y nunca volvió a recibir atención de su dueña.
Al rato volvió mi vieja y, con la misma cara de odio del corredor, metió la fuente en el hornito y condimentó su ensalada. Había carne al horno; con papas para mi y ensalada para ella. En el fondo siempre admiré eso. Es una cosa de amor odio, como la que tengo con los franceses. Por suerte no le salí gordo, aunque estoy seguro que hubiera preferido que jugara más al fútbol y sacara menos sotes. En la época en la que estaba autorizado a permanecer en el recinto de la belleza, a veces, alguna de las clientas más frecuentes –al tanto de mis precoces destrezas- me lanzaba algún desafío intelectual. Era como una gracia, como un entretenimiento extra incluido en el servicio.
–Tuve que decirle que sos ginecólogo–, me soltó al fin, después de masticar durante varios minutos el pedazo de carne que estaba tragando.
–¿Y? ¿Cuál es el problema? ...no le mentiste.
Fue entonces que me di cuenta que tenía el ceño más fruncido que de costumbre. En el momento fue como una idea volátil que se esfumó en cuanto me sonó el teléfono y tuve que salir sin terminarme las papas. Después, el trajín del día me hizo olvidarlo.
¿Me lo hubiera dicho si me hubiera quedado? ¿Si no me hubiera sonado el teléfono? ¿Si no me hubiera ido?
Con el paso de las semanas, la fui notando cada vez más flaca, es cierto. Pero asumí, simplemente, que había incrementado la rigurosidad de sus dietas. Y es que, en el fondo, la creí siempre perfecta. Invulnerable. Inmune a todo peligro. Otra infantil irracionalidad de mi cerebro.
Cuando la ingresaron no había mucho para hacerle y ni siquiera tuve el valor de confrontar su silencio. Así fueron siempre las cosas: silenciosamente camufladas por el cotorreo… ¿por qué debería sorprenderme su silencio? No. Ni siquiera puedo decir que me sorprendió. Me dio bronca. Me dio bronca mi ceguera, mi pelotudez, mi en casa de herrero. Después vino el intento de reparar la falta, estando por demás, estando hasta el hartazgo, hasta la incomodidad, hasta el rechazo.
Ahora que ya pasó me niego a volver. Sé que es infantil, irracional y estúpido, pero no puedo. Cada vez que suena el teléfono, temo escuchar la inquisidora voz del portero, reclamando que vaya, por lo menos, a sacar el cuerpo de la gata muerta.
Cuando me llame, iré.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario