Esa noche, después de un largo y caluroso verano en la despoblada Montevideo, reabría mi bar preferido y, para ser honesta, estaba contenta.
Ahí estaba la fauna de siempre: la parejita de la barra, los que no paran de saludar gente, los “trago en mano”; las lindas, los feos; el que te mira toda la noche y nunca se anima a acercarse, el que te persigue toda la noche y no sabés como sacártelo de encima; los obsesivos del celular, las celebridades que se pasean mostrándose y, por supuesto, ese conocido que hace años que no te cruzás.
-¡Tanto tiempo! ¿Qué hacés por acá?
La vuelta a la vida urbana es siempre un reencuentro con la norma de las tres preguntas: estudio, pareja y trabajo; en ese orden.
Abrumada por la repentina revelación de no poder contestar ninguna con cierta dignidad, me observé en los ojos de mi interlocutor, que ahora me veía con el desgano con el que suelo ojear los “estrenos” en la revista del cable.
De camino a casa, me encontré pensado nuevamente en el asunto: si ya a los veintipico somos definibles por tres escasas preguntas, ¿qué queda para cuando tengamos cuarenta?
No pude evitar reírme mientras me imaginaba la escena: Tarjeta de hiperalgo en mano, productos Leaderprice en el carro, niños reclamando golosinas, cuota del BHU en la cartera. La cola no se mueve.
-Hola, ¿cómo andás?
Mirada de reojo al carro, a los quilos que hemos acumulado y discreta aclaración sobre el estado civil.
-¡Qué divinos tus nenes!
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