Poco tiempo después de la muerte de mi abuela, cayó a casa mi vieja con una caja llena de cosas que habían sido de ella.
Entre los muchos tesoros, había un reloj averiado y un necessaraie con primeros auxilios de costura. Yo me quedé con los tres únicos pañuelos que por estar en uso todavía tenían su olor; y con la ingenuidad que aún me caracteriza, los introduje cuidadosamente en una Ziploc, todo lo al vacío que me dieron las fuerzas.
Poco tiempo después, triste, busqué mi máquina del tiempo para hundir la nariz en lo que pensaba era el consuelo perfecto; mi decepción no pudo ser más grande: ya no quedaba ni su olor.
Furiosa, quise demandar a la Ziploc, pero aún no tenía edad para semejante empresa. Tampoco sabía que hacer con aquello, cuya única utilidad para alguien que había crecido en la Era de los Desechables, era la de ser portadores de algo que ya no existía.
Casi diez años más tarde y bastante más escéptica, volvió a encontrarme la tristeza; esta vez, sin Kleenex a mano. Pensé en lo irónico de terminar moqueando lo que antes había guardado con tanto celo -y esta idea agudizó mi desasosiego-, pero aquellos pañuelos eran lo único que podía salvarme de salir a la calle en el penoso estado en el que me encontraba.
Esta vez, mi sorpresa no pudo ser mayor: como si se tratase de una sopa instantánea que al hidratarse cobra vida, el olor de mi abuela había vuelto al pañuelo. Feliz, volví a cerrar la Ziploc, todo lo al vacío que me dieron las fuerzas.
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