22 de julio de 2004

Pan Leudado

Se trató de uno de esos días de setiembre en que el sol calienta al mediodía y el viento no da tregua. Eran cerca de las once y Fernando ya había hecho sus cinco kilómetros reglamentarios. En el rellano de frente al Parque Hotel, elongaba a conciencia.
En seguida se encontró observando a otros corredores que, absortos en su empresa, no parecían percatarse de estar como en vidriera. “Aquél es un principiante”, se dijo al ver pasar a un muchacho más bien gordito, cuyas carnes rebotaban alrededor de sus huesos y su respiración era arítmica y entrecortada. “Seguro que antes de salir se comió una flauta entera”.
Fernando se llenó los pulmones de viento. El sol volvía a picar, y su piel desprendía un olor ácido y desagradable que, a él, le parecía exquisito.
“Qué buena que está esa morocha” pensó Fernando al divisar a una mujer que venía a trote lento. Tenía la mirada fija y ausente y las piernas firmes, embutidas en unas calzas oscuras. Fernando se dio cuanta, mientras se acercaba a la senda, que el estómago le pedía alimento y se arrepintió de no haber ingerido el desayuno del gordito. Ahora, la morocha estaba apenas a veinte metros. Tenía el pelo recogido, los brazos desnudos y una musculosa suelta.
Cuando pasó frente al él, desplegó todo su encanto. Por la nariz respingada entraba el aire marítimo para inflar un tórax erguido y salir por los labios entreabiertos. Con el vaivén de la musculosa, se adivinaban unos pechos tan firmes y discretos, como los brazos que acompañaban, con elegancia, su movimiento. Las piernas largas –larguísimas- exhibían, orgullosas, el funcionamiento impecable de sus músculos tonificados.
Fernando esperó un lapso prudencial y se instaló en el borde de la senda para verla de atrás. “¡Qué culo!” Las nalgas, quizá lo menos firme de todo el festín, subían y bajaban al rito del trote, desparramando abundancia. Fernando las adivinaba con la proporción justa de carne y grasa: suaves al tacto y blandas en la boca.
Pero las nalgas se alejaban sin remedio. Quiso llenarse cada una de las manos con la contundencia de esa masa leudada y sin hornear, pero ellas eran ya casi un punto, uno más, entre tantos.

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